Comentario
Las consecuencias de la aparición de las masas se extendieron, lógicamente, al ámbito de la política y al funcionamiento del Estado. Ya se verá más adelante cómo la necesidad de responder a las nuevas exigencias sociales cambió la política: desde mediados del siglo XIX, los viejos partidos de notables irían dejando paso a partidos de masas, que apelaban al voto de electorados cada vez más amplios; ideologías de masas, mitos colectivos, "ilusiones universales", como las llamó Mosca (nacionalismo, socialismo), tendrían difusión extraordinaria, tal vez como nuevos factores de cohesión social.
La estructura del Estado se transformó. Primero, el Estado fue asumiendo en toda Europa responsabilidades cada vez mayores en materias sociales y económicas. Segundo, el tamaño mismo de la maquinaria del Estado creció espectacularmente, como consecuencia de sus nuevas y crecientes funciones.
El Estado intervino decididamente en el ámbito de la educación. Lo venía haciendo a lo largo de todo el siglo, con la excepción de Gran Bretaña, donde los poderes públicos apenas si prestaron atención a la cuestión hasta 1867. En Francia, por ejemplo, el sistema estatal de educación (escuelas primarias, bachillerato, universidad, expedición de títulos, formación y selección de profesores) fue creado por Napoleón en 1808. Pero fue en el último tercio del siglo XIX cuando, como respuesta a las nuevas demandas de la sociedad, la mayoría de los países europeos, y algunos no europeos, como Japón, crearon sistemas más o menos eficaces y amplios de educación pública. En Francia, ello fue consecuencia de la derrota ante Prusia en septiembre de 1870, que muchos dirigentes del régimen nacido de aquella derrota, la III República (1871-1940), atribuyeron al excesivo peso que la educación católica tenía en el país. Las medidas de Jules Ferry, ministro de Instrucción Pública, entre 1879 y 1884 y jefe del Gobierno en 1880-81 y 1883-85, hicieron la educación primaria gratuita, laica y obligatoria para todos los comprendidos entre 6 y 13 años. La enseñanza de la religión quedó prohibida en las escuelas públicas y se secularizaron las Escuelas Normales para la formación de maestros. Paralelamente, el Estado inició una activa política de construcción de nuevas escuelas, continuada durante años. El maestro -120.000 en 1914- vino a ser el símbolo de la República; la escuela, la base de una educación científica, secular y patriótica.
El nuevo sistema seguía teniendo obvias limitaciones. El bachillerato, voluntario y controlado por el sector privado, continuaba siendo un factor de discriminación social en favor de las clases medias y acomodadas: en 1900, por ejemplo, había sólo 98.700 estudiantes de bachillerato frente a los 5,5 millones de niños en la enseñanza primaria. La enseñanza, e incluso el acceso a la universidad, continuaron primando el estudio del griego y del latín (al menos hasta las reformas de 1898-1902). La República promovió la educación femenina para impedir la influencia de la Iglesia en ese ámbito, pero la formación de las mujeres tendía a ser breve, terminaba en general hacia los 15 años, y se orientaba a la preparación de la mujer para el matrimonio y la maternidad, y en todo caso, la excluía de hecho de cualquier aspiración profesional y universitaria: sólo 28.200 alumnas estudiaban el bachillerato en 1913. Pero, con todo, lo hecho fue notable. La escolarización de alumnos de primaria fue casi total. El número de alumnos en enseñanza secundaria pasó de 98.700 en 1900 a 133.000 en 1913; el de estudiantes universitarios de 29.900 a 42.000 en el mismo tiempo. El indudable prestigio social que alcanzaron algunas escuelas técnicas -ingenieros, minas, Politécnica, Ciencias Políticas, comercio, ciencias- y ciertas facultades, como los centros para la formación de los cuerpos especiales de la Administración, evidenciaba el cambio que se había operado.
El caso francés no fue, además, excepcional. En Alemania, dotada de un eficiente sistema educativo desde las reformas de Humboldt a principios del siglo XIX, la escolarización en la enseñanza primaria era tan alta como en Francia (alcanzaba a 10,3 millones de niños en 1910) y muy superior, en enseñanza secundaria (1 millón de estudiantes en 1910) y universitaria (unos 70.000 estudiantes en el mismo año). También era superior el prestigio de sus universidades y escuelas técnicas superiores -Berlín, Leipzig, Heidelberg, Friburgo, Marburgo y otras, hasta un total de veintiuno-, cuyos sistemas de enseñanza a base de doctorados, seminarios, institutos, laboratorios de investigación y publicaciones científicas se convirtieron en el modelo que pronto se imitaría en todo el mundo (entre otras razones porque se creyó, con razón, que la pujanza de sus universidades era una de las razones del desarrollo económico e industrial de Alemania).
Ni siquiera Gran Bretaña fue excepción, a pesar de que allí la educación había sido tradicionalmente iniciativa y responsabilidad o privada o local. También en ese país el esfuerzo educativo del Estado fue evidente. El gasto en educación se cuadruplicó entre 1880 y 1910. Una ley de 1880 hizo obligatoria la enseñanza para todos los niños comprendidos entre 5 y 10 años: en 1901, la escolarización para esas edades era del 89,3 por 100. Incluso se atendió, por ley de 1893, a sectores, como los niños ciegos y sordos, secularmente abandonados en aquél y en otros países. La Ley General de Educación de 1902 -aprobada por el gobierno conservador de Balfour con la fuerte oposición de muchos grupos religiosos- reguló la enseñanza secundaria, caótica e "ineficaz", según el propio primer ministro, y la puso bajo el control de las autoridades locales (aunque no se unificaron los planes de estudio en un solo tipo de enseñanza secundaria y no se alteró la ascendencia del sector privado: las clases altas continuaron educando a sus hijos en Eton, Harrow, Winchester, Westminster, Rugby y otras de las llamadas paradójicamente "escuelas públicas"). Así, el número de estudiantes de enseñanza secundaria se duplicó entre 1905 y 1914. En 1911, el 57,5 por 100 de los niños entre 12 y 14 años estaba escolarizado. Se crearon, igualmente, nuevas universidades en Birmingham (1900), Manchester, Liverpool y Leeds (1903-04), y centros de estudios superiores, como la Escuela de Economía de Londres (1895). Pero sólo el 1,5 por 100 de los jóvenes de entre 15-18 años estaba escolarizado en 1911, y la Universidad seguía siendo privada -aunque existiesen sistemas de becas y subvenciones-, y altamente minoritaria y selectiva: Oxford tenía 4.025 estudiantes en 1913-14; Londres, 4.026; Cambridge, 3.679. En la Universidad estudiaban (1913-14) sólo 19.458 estudiantes; en todas las formas de enseñanza superior, 59.000 (1922).
Los países atrasados hicieron también un esfuerzo considerable. En Italia, donde desde 1859 los ayuntamientos debían mantener al menos una escuela pública, la educación primaria fue obligatoria desde 1888. Aunque en muchas regiones la disposición apenas si pudo cumplirse, la tasa de analfabetismo bajó del 61,9 por 100 en 1881 al 48,7 en 1901 (aunque en el Mezzogiorno y Sicilia superaba el 70 por 100). El número de estudiantes de enseñanza secundaria (técnica y clásica) pasó de 120.000 en 1901 a cerca de 190.000 en 1912; el de universitarios, de 18.000 en 1890 a 29.000 en 1915. En Rusia, donde la tasa de analfabetismo de la población rural adulta era del 75 por 100, donde tanto el Estado como la Iglesia habían desconfiado tradicionalmente de la educación popular, y donde nada se hizo hasta la revolución de 1905, había en 1914 unas 50.000 escuelas -con 3 millones de estudiantes y unos 80.000 maestros-, y 11 universidades con 40.000 estudiantes.
El Estado asumió, también, responsabilidades sin precedentes en materia de protección y seguridad social. La legislación atendió inicialmente a la regulación de las condiciones del trabajo, y a la previsión frente a accidentes, enfermedades y ante la vejez. Aunque en muchos países europeos existían desde la primera mitad del siglo XIX disposiciones de distinto tipo y rango que regulaban cierto tipo de trabajos -el de las mujeres y los niños, preferentemente- y la misma actividad laboral (como la jornada de trabajo en muchas minas), el hecho decisivo fue la legislación introducida en la década de 1880 por el canciller alemán Otto von Bismarck. Deseoso de responder al avance socialista en su país y de ofrecer contrapartidas a la prohibición del Partido Socialdemócrata decretada en 1878, Bismarck creó el primer sistema general de Seguridad Social de un Estado moderno: en mayo de 1883, aprobó una Ley de seguro de enfermedad, financiado por trabajadores y empresarios; en junio de 1884, la Ley de seguro contra accidentes, costeado por los empresarios; y en mayo de 1889, la Ley de seguro de invalidez y de vejez, financiado por empresarios, trabajadores y el propio Estado. Los trabajadores quedaban, así, asegurados contra la enfermedad y el accidente, y se creaba un sistema de pensiones para su jubilación.
El modelo alemán tuvo repercusiones inmediatas en toda Europa. Muchos países introdujeron medidas similares a partir de 1890. En Inglaterra, una ley de 1897 hizo a los industriales responsables de los accidentes laborales de sus trabajadores. Dinamarca creó un sistema de seguros de enfermedad y de pensiones en 1891. En Italia, se estableció en 1898 un seguro de accidentes para trabajadores industriales costeado por los empresarios y se creó un seguro estatal, no obligatorio, de vejez; en 1910, se estableció un fondo de maternidad por el que el Estado pagaba una pequeña cantidad a cada mujer por aquel concepto. En Francia, se aprobó una ley de accidentes de trabajo en el mismo año que en Italia, 1898. La ley de pensiones de jubilación para obreros y campesinos fue algo posterior, pero de aquellos mismos años: se aprobó el 5 de abril de 1910. Austria, Bélgica, Noruega, Holanda, Suecia, Suiza crearon, también entre 1900 y 1914, distintos sistemas para asegurar a los trabajadores contra el accidente, la enfermedad y la vejez. Gran Bretaña fue aún más lejos. Bajo la influencia de lo que por entonces se llamó "nuevo liberalismo" -un liberalismo social-, el gabinete Asquith (1908-1916), que tenía en David Lloyd George, ministro de Hacienda, al inspirador de las reformas, aprobó en enero de 1909 una Ley de pensiones que estableció una pensión de jubilación para todos los trabajadores mayores de 70 años que no llegasen a un determinado nivel de renta; y luego, en diciembre de 1911, una Ley de Seguros Nacionales que creó un seguro obligatorio para trabajadores contra la enfermedad, y un seguro de desempleo (para ciertos oficios y por un tiempo máximo de 15 semanas).
Finalmente, el Estado y las administraciones locales -pues, hacia 1914, servicios como el agua, el gas, los tranvías, los cementerios, los mataderos, algunos hospitales, bibliotecas, baños públicos y similares, estaban municipalizados en casi toda Europa- fueron adquiriendo un papel económico directo más significativo. Fue menor, si no mínimo, en los países más industrializados: antes de 1914, los gastos del Estado en Gran Bretaña, Estados Unidos y Alemania eran inferiores al 10 por 100 de la renta nacional. Pero en los países más atrasados, o llegados tarde al desarrollo, el papel del Estado fue mucho mayor y pudo llegar al 20-30 por 100 de la renta nacional. En Rusia y Japón, el Estado fue el verdadero motor de todo el proceso de industrialización, a través de la construcción de factorías siderúrgicas y de las redes de ferrocarriles, de la nacionalización del crédito, de la concesión de contratos gubernamentales y subvenciones a las empresas nacionales y de la protección arancelaria. En Italia, el gobierno tomó la iniciativa para la construcción de los altos hornos de Terni (1884); hacia 1905, el 80 por 100 de los ferrocarriles eran del Estado. Las líneas telegráficas y el servicio de correos de casi todo el continente eran de propiedad y gestión estatales; los teléfonos, que en casi todos los países habían sido instalados inicialmente por empresas privadas, fueron pronto nacionalizados (quizás, con las excepciones, en Europa, de Dinamarca y Noruega).
Todo ello -educación, legislación social, intervencionismo económico, municipalización de servicios- conllevó un aumento considerable de los presupuestos estatales y locales, y supuso modificaciones a veces sustanciales en las políticas fiscales y recaudatorias. El caso más trascendente fue el británico. Asquith tuvo que disolver el Parlamento y convocar elecciones por dos veces en 1910, para forzar el levantamiento del veto que la Cámara de los Lores había puesto al presupuesto popular del ministro Lloyd George quien, a fin de hacer frente al incremento del gasto público provocado por la nueva legislación social, había introducido el impuesto sobre la renta y la herencia, y elevado las cargas fiscales sobre monopolios y plusvalías de la tierra. El resultado fue la derrota total y el fin del poder de la Cámara alta, bastión de la aristocracia hereditaria.
El nuevo papel del Estado provocó, paralelamente, como quedó dicho, un desarrollo sin precedentes de las maquinarias administrativas públicas. El número de funcionarios -sin incluir las fuerzas armadas- pasó en Gran Bretaña de 81.000 en 1881 a 153.000 en 1901 y a 644.000 en 1911; en Francia, de 379.000 a 451.000 y 699.000 (también en los años citados); en Alemania, de 452.000 en 1881 a 1.159.000 en 1911; en Italia, de 98.354 en 1882 a 165.996 en 1914; el censo ruso de 1897 cifraba en 225.770 las personas empleadas en la administración, los tribunales y la policía, pero el total de empleados públicos podía ser, en vísperas de la I Guerra Mundial, ampliamente superior al medio millón; en cualquier caso, la burocracia zarista era lo suficientemente relevante en la vida nacional como para que Gogol, Tolstoi -en la figura de Karenin- y Chejov hicieran de ella un tema literario.
Ello fue lo que llevó a Max Weber (1864-1920), el sociólogo e historiador alemán, catedrático de economía política en las universidades de Friburgo, Heidelberg y, tras una crisis nerviosa de casi veinte años, de Munich, a ver en la racionalización burocrática una de las tendencias inevitables y necesarias de la sociedad moderna. Weber, hombre de formación liberal, gustos urbanos y confesión protestante, ajeno al mundo católico y a los medios rurales y aristocráticos alemanes, pensaba que la burocratización y el poder organizativo definían al capitalismo avanzado (y creía que la tendencia se reforzaría bajo los sistemas socialistas). Entendía, así, que las burocracias constituían, o llegarían a constituir, un poder social dominante e independiente, que amenazaría a la larga las mismas libertades individuales en nombre de la razón y del bienestar administrativo: la "dictadura de los funcionarios"- escribió-, no la del proletariado, es la que avanza.
El crecimiento del Estado y de la burocracia profesional y especializada -y la creciente profesionalización de la sociedad- fueron hechos comunes a toda Europa, y a Estados Unidos y Japón, desde la segunda mitad del siglo XIX. Más aún, la progresiva ocupación de la maquinaria del Estado por profesionales y expertos especializados en las ciencias y normas de la Administración, y en el manejo y conocimiento de la copiosísima y compleja normativa legal, constituyó una verdadera revolución, impersonal y no dramática. Fue al hilo de ese proceso como el Estado se transformó en un órgano de gestión de los intereses generales de la sociedad y dejó de ser -si es que lo había sido- un mero instrumento de dominación. Weber era pesimista al respecto, al extremo de argumentar que sólo mediante la impregnación "cesarista" del poder político democrático, mediante el liderazgo carismático de los dirigentes políticos en apelación directa a los electorados, podría el poder imponerse y controlar a la burocracia y garantizar las libertades sociales. Pero el nuevo papel del Estado en la edad de las masas contribuyó a crear una nueva cultura democrática. El Estado intervencionista, sometido al control parlamentario de los electorados populares, fue a medio y largo plazo, y a pesar de su progresiva burocratización, el instrumento de integración social de la sociedad contemporánea, el vehículo para la regulación más o menos ordenada de conflictos y tensiones, y una poderosa palanca para la reforma de la sociedad y la redistribución de la riqueza. Tal como vio Weber, la edad de las masas y de la burocracia conllevó, contra lo que pudo creerse, la aparición de personalidades y líderes carismáticos. En muchos casos -Hitler, Mussolini, Stalin-, ello tuvo efectos desastrosos para la democracia. En otros - Lloyd George, Jaurès, Roosevelt-, las consecuencias fueron, en cambio, positivas. Finalmente, hubo casos, como los de los países escandinavos, Suiza, Holanda o Bélgica, en los que la burocratización, las masas y la democracia confluyeron en órdenes políticos comparativamente consensuados y tranquilos, bajo el liderazgo de políticos discretos y competentes pero de personalidad por lo general poco acusada.
En todo caso, los problemas de la sociedad de masas se harían más visibles después de la I Guerra Mundial. Antes de ésta, y como quedó dicho al principio, una mayoría de europeos probablemente sólo veía en la evolución de su época motivos para la autosatisfacción y la confianza. Por ejemplo, en las muy populares novelas y ensayos del escritor británico H.G.Wells (18661946) La máquina del tiempo, El hombre invisible, Los primeros hombres en la luna, y muchas otras- alentaba un humanismo de base racionalista que veía en la ciencia la solución a los problemas de la humanidad y la esperanza para un mundo unido y en paz. Los elegantes retratos que de la aristocracia y alta burguesía de la "belle époque" europea y norteamericana hicieron pintores de exquisito gusto convencional y calidad técnica extraordinaria como John Singer Sargent, Giovanni Boldini y Phillip de Laszlo, expresaban la seguridad que las clases dirigentes tenían aún en sus valores, estilo de vida y prestigio social. Sargent, concretamente, el Van Dyck de su tiempo, como le llamó Rodin, pintó más de 800 retratos, todos bellísimos.
La I Guerra Mundial destruyó aquella época elegante y Sargent mismo habría de dar fe de ello en su gigantesco cuadro Gaseados (1918-19), en el que mostraba a centenares de soldados británicos y norteamericanos muertos o cegados por el gas en un combate de aquella contienda. La "belle époque" fue, como se ha visto, una época dinámica y de cambio, y llena de contradicciones y problemas. Pero alguien como Thomas Mann (1875-1955), el escritor alemán, se felicitaba de haber vivido en ella, de haber respirado en aquella atmósfera: "no es poca ventaja -escribió- haber pertenecido todavía al último cuarto del siglo XIX, ese gran siglo".